El misterio detrás de la casa demolida en el Santa Fe - Bogotá - ELTIEMPO.COM

2022-10-01 01:18:46 By : Ms. Angela Zhang

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Nestor Gómez. EL TIEMPO

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*CRÓNICA El barrio Santa Fe se ha convertido, sin lugar a dudas, en uno de los mitos más grandes de la ciudad. En sus cuadras no solo se han escondido por años algunos de los criminales más temidos de la escena capitalina, sino que, además, probablemente han sido escenario de los más sangrientos crímenes bogotanos. No es necesario escoger una hora del día para ir a investigar lo que pasa allí adentro, tanto en la mañana como en la tarde o la noche el ambiente es igual: frío, sombrío, misterioso y, sobre todo, peligroso. (Le puede interesar: Prostitución, mafias y sicariato: así se vive en el terror del barrio Santa Fe)

El predio fue demolido tres días depúes.

Nestor Gómez. EL TIEMPO

Entré por la calle 24 con avenida Caracas, justo en frente de la estación de TransMilenio de la calle 22; no fue necesario caminar más allá para darme cuenta de que la gente me miraba extraño y que de alguna forma se alertaban no solo porque mi presencia era amenazante para ellos luego de tantas intervenciones de la policía, sino porque, además, uno que otro sentía angustia por lo que me pudiera pasar. Seguí caminando un par de cuadras más hasta llegar a una enorme edificación, a tan solo metros de los extintos prostíbulos El Castillo y La Piscina, ese era mi lugar de referencia. Telecomunicaciones Eveling era el nombre que estaba pintado imponente en toda la entrada del edificio. A lado y lado, comercios, hoteles pagadiarios, un taller, una cafetería, prostitutas y tres o cuatro hombres (recostados en la pared de la única droguería de la cuadra) vestidos con gorras que apenas dejaban ver sus ojos, que me miraban incisivamente y susurraban “otro sapo”. Desde ese momento, los sujetos no me dejaron solo ni un segundo. En Bogotá se ha hablado mucho de unas tales “casas de pique” y a eso fui al Santa Fe, a conocerlas, pero como me dijo un anciano carretillero que estaba en todo el frente de la casa ubicada en la calle 24 con avenida caracas y que estaba a punto de ser demolida por orden de la Alcaldía de Bogotá –esto es un propio infierno para el que no es de aquí–, a lo que uno de los hombres que estaba cerca del taller contiguo le gritó “ábrase de aquí, Pirulo, que lo estallo por sapo”. De inmediato volteó y me dijo: “Usted también”; sin embargó, seguí mi camino. (Para complementar la lectura: Estos son los tentáculos del narcotráfico que se extienden en Bogotá)

Usted no es el primero, pero no pregunte nada más; solo salga de aquí y váyase, porque esos muchachos lo están siguiendo. No lo quieren acá.

No sé si eran las puertas del infierno, pero estar ahí, rodeado del crimen en su máxima expresión, frente a la puerta de una casa donde según la Policía se habían cometido por lo menos tres de los macabros asesinatos de hombres que fueron desmembrados y abandonados en bolsas de basura y ver, cruzando la calle, a un grupo de hombres incómodos por mi presencia… me hicieron sentir que sí estaba entrando al mismísimo infierno. En la entrada del lugar colgaban bolsas, ropa en mal estado, escombros, puertas de madera descompuesta y tejas de lata. Uno que otro juguete también. Hacia arriba, vidrios rotos que nunca fueron reparados y que ahora están cubiertos con tablas. De todos ellos, colgaba ropa y trapos. Este lugar no solo fue el epicentro del crimen, allí también vivieron familias completas que nunca tuvieron otra opción en la vida. Pero algo que despertó mi curiosidad fue un par de letreros que declararon su apoyo a 'Otto', el presunto dueño del edificio y quien está siendo procesado por homicidio en calidad de coautor por haber prestado su hotel para matar gente. Los letreros eran una especie de manifestación que decía: “La comunidad LGBTI está con Otto, él solo le ayuda a la comunidad”, como ese, varios más. (Le recomendamos: La disputa del Tren de Aragua por el control de la droga en Bogotá)

Las ventanas del lugar estaban todas rotas.

Néstor Gómez. EL TIEMPO

El lugar, que estaba fuertemente custodiado, se erigía sobre un imponente sol. La fachada, aunque desgastada, sucia y maltratada, dejaba ver la imponencia de una construcción clásica de los años 50 a lo menos. Sin embargo, cuando crucé la puerta entendí a lo que se refería ‘Pirulo’ con el tema del infierno. Por dentro, era un mundo aparte. El olor a descompuesto se metía tan fuerte por la nariz que empujaba hasta las lágrimas, el piso estaba resbaladizo y pegajoso y, al fondo, en una enorme escalera tipo caracol que se desprendía de la mitad del primer salón, un desfile de ratas de todos los tamaños y colores que corrían afanadas porque escucharon el ruido que hice al entrar a la casa. Pero en la atmósfera del lugar se podía sentir la muerte y hasta el dolor que pudo habitar en esas casi 20 habitaciones que alcancé a contar. Las paredes, algunas blancas, otras naranjas y azules, todas estaban corroídas por la humedad y la mugre. En algunas de ellas, también manchas de sangre y marcas de manos, algunas de niños que seguramente jugaron ahí, y otras más arriba, de adultos que seguramente nunca más salieron de allí. (Le puede interesar: Con amenazas de muerte, supuesto ‘Tren de Aragua’ extorsionaría gente) –No toque nada que se corta y se infecta –me dijo uno de los obreros que empezaba a demoler las paredes de la casa. Por lo que opté por meter mis manos dentro de la chaqueta y solo caminar. La casa era como un botadero de basura; había camas, colchones, sillas de cuero mordidas por los roedores, canastas de pan, cables, mazos de construcción, zapatos dañados, cobijas por todo lado. También, colillas de cigarrillo y tarros de bóxer sobre los escalones y los alerones de las ventanas.

En las cuadras aledañas funcionan talleres y prostíbulos.

Nestor Gómez. EL TIEMPO

Al subir al segundo piso, uno de los obreros me dijo: "Aquí es donde se supone que mataron gente". Era una segunda habitación grande, con un baño que parecía no funcionar, porque había materia fecal por todo lado. Inmediatamente entré, un elemento en particular me llevó a entender qué era lo que había pasado ahí. Un tanque de agua sucia y empozada con un mazo adentro ubicado exactamente en la mitad del espacio sugería que ahí dentro de ese recipiente fueron torturadas y ahogadas las víctimas de 'los Maracuchos'. Dentro de la casa no entraba ninguna gota de sol, no había un solo lugar por donde se pudiera colar la luz porque, aunque sin vidrios en las ventanas, todo estaba perfectamente sellado con tablas y cobijas. Quizá eso fue lo mismo que impidió que las autoridades se dieran cuenta, por mucho tiempo, de que ahí estaban matando gente. (Lectura obligada: En Bogotá sí hay casas de pique: comandante de Policía Metropolitana) Aunque lo que estaba viendo era aterrador, nada me hacía más presión que el hecho de saber que afuera seguían los mismos hombres esperando verme salir. Sentía el desespero de que alguien decidiera entrar a la casa y, como a los otros hombres, yo también pudiera convertirme en una víctima, pero esta vez por entrometido. Caminé más rápido por todos los cuartos y solo veía camas y más camas, me sentí perdido porque una habitación llevaba a otra y a otra, todo estaba interconectado. Los pasillos eran angostos, llenos de ‘chécheres’ y ratas y el aire empezó a faltarme. Corrí afanado hasta que llegué a una habitación aún más grande. Tenía dos puertas centrales y era tal vez la más ‘lujosa’ del lugar. Allí dormía Otoniel, el dueño del hotel, y a la que no pude entrar porque estaba sellada. Hoy sé que la casa fue demolida y nunca nadie supo qué se escondía detrás de ese enorme portón. En este punto del camino ya había tocado todo con mis manos, fue imposible tenerlas dentro de la chaqueta porque mantener el equilibrio mientras caminaba rápido por el piso viscoso no era fácil. Corrí hasta llegar a la entrada y ahí deseé seguir adentro cuando vi a los hombres esperándome en la puerta de la droguería de al frente. Cuando logré salir del lugar, seguí mi camino hasta una tienda que había al lado del hotel. Allí me refugié mientras los sujetos se distraían y yo podía correr hasta la estación de TransMilenio. Pero mis sospechas eran ciertas y los sujetos sí me vigilaban. La mujer que me atendió me dijo: "Usted no es el primero, pero no pregunte nada; solo salga de aquí y váyase porque lo están siguiendo. No lo quieren acá". Me puse la capota de mi chaqueta, agaché la cabeza, metí las manos sudadas en los bolsillos y caminé sin derecho a mirar nada, casi, hasta sin sentir. Crucé la Caracas, entré a la estación y me fui del lugar sin creer nada de lo que había acabado de pasar. REDACCIÓN BOGOTÁ

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