Nadie lo quería - M24

2022-10-08 03:15:06 By : Mr. Kable Wu

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El rey azotó con su látigo la espalda de un súbdito que no se había inclinado lo suficiente ante su presencia. Fueron 12 latigazos, uno tras otro, sin más pausa que la necesaria para que el rey tomara impulso con su brazo descarnado. Golpearon en la espalda del hombre arrodillado. Rajaron la piel del torso desnudo, mientras intentaba no soltar ningún quejido además del estrictamente necesario. Su única victoria posible, arrodillado ante 40 personas que guardaban silencio, era no regalar dolor. La espalda era del rey, esa sí, sangrante, agrietada, hinchada, partida, pero el grito era suyo. Lo sabía él, lo sabía el rey, lo sabían los caballeros, lo sabían todos quienes miraban uno más de los escarmientos de su majestad. 

Su Majestad. Su excelentísima majestad. Todos los días se le daba por castigar súbditos por motivos bastante extravagantes. Por que lo miraban demasiado, porque no lo miraban demasiado, porque vestían como reos, o porque vestían como reyes, porque hacían o porque no. Era un rey cruel, y él sabía perfectamente cómo terminaban los reyes crueles. Las guillotinas de las calles todavía hedían a la sangre pegajosa de sus antecesores, los que no habían sabido dominar el punto de equilibrio entre la justicia y el sadismo. Nadie lo quería, y él sabía que nadie lo quería, y él decía que nadie lo quería. Lo decía con orgullo, lo gritaba en la corte hasta quedarse sin voz. Parado en el trono vociferaba su superioridad, y se jactaba del odio de sus súbditos con una ferocidad que no acepta metáforas. El resto, siempre, indefectiblemente, callaba. El rey que quería ser el rey odiado. El rey que deseaba ser odiado, odiaba a todos. Dio el último latigazo y soltó el cuero de su mano que ya le empezaba a arder. Miró con desprecio a cada uno de sus súbditos y cortesanos, incluso a su asistente que curó con un trapo húmedo las heridas que el látigo había dejado en su mano. Mandó desalojar la sala, y todos obedecieron veloces, marcharon cabeza abajo y en silencio, el chirrido de la gigante puerta de madera atravesaba el silencio, y cuando el último cruzó el umbral y cerró, el golpe sonó como una campanada hacía los dos lados del palacio. Los súbditos se alejaban de a poco, caminando entre los pasillos, poco a poco reían, se abrazaban, contaban historias, vendían artesanías, quedaban encontrarse en las tabernas a la caída del sol. El asistente del trapo húmedo curaba las heridas del súbdito castigado, mientras reían un poco y tomaban aguardiente. La puerta retumbaba aún en los pasillos. Y también en el salón real, absolutamente vacío. Perdón, vacío no, en el fondo de la inmensidad, en un trono cubierto de huesos y de espadas, sobre un manto rojo de terciopelo, y debajo de una corona de oro y diamantes, el rey lloraba en silencio, y  no sabía por qué.

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