Ricos, excéntricos y groupies. La impenetrable cofradía secreta detrás del coleccionismo de relojes de lujo - LA NACION

2022-09-03 00:42:18 By : Ms. Gao Aria

La latitud era precisa, gracias a las estrellas. La navegación era calma en medio de un océano con oleaje de sábana prístina de hotel cinco estrellas. La meta era el asalto de un convoy de barcos con cargamentos de especias. Interceptarlos requería del cruce entre latitud y longitud. Errar un minuto al cálculo implicaba caer 28 kilómetros más allá del botín. Ser pirata y tener éxito exigía conocer de astronomía y de matemática, además de carecer de honradez. A los navegantes más aventureros se les debe la creación de primer reloj, como un modo de acertar sus rutas.

Los primeros se llamaron quadrans. Consistían en un disco que, a base a transportadores, podían determinar con precisión qué hora era. Funcionaban con péndulos, pero para su eficacia se requería colgarlos en un sitio tranquilo. Una opción que no servía para llevar en el bolsillo o para sortear el bamboleo marino. Fue un alemán, Peter Henlein, quien fabricó el primer reloj portátil con mecanismo de resorte, al que se conoció como “el huevo de Nuremberg”, gracias al formato de la pieza y al origen del creador. La precisión (que era un pendiente difícil de corregir) se debió a los suizos Jacob Zech y Gruet. Para 1550 los engranajes de cobre contribuyeron al ajuste. Tener reloj ya era un lujo por entonces. Para fines del siglo XIX apareció el primer reloj pulsera, dedicado exclusivamente a la mujer. Las guerras impulsaron el uso del reloj portable, primero el de bolsillo con la Guerra de Secesión en Estados Unidos, más tarde con la Primera Guerra Mundial, cuando los soldados se valieron de relojes pulsera para ajustar sus maniobras. Rolex fue la marca que cambió la fragilidad de las piezas y, para 1926, el Rolex Oyster de cuerda automática se convirtió en el primer reloj de pulsera resistente al agua, al polvo, con fondo de caja, corona y bisel atornillados. Con la popularización creció a la par la inquietud por la exclusividad.

Es 2021 en el Midtown. Las puertas se abren luego de un estricto tiempo de pandemia. Allí se agolpan el sueño con agujas: Vacheron Constantin, Audemars Piguet y Richard Mille. Los precios no figuran en las vidrieras. Para los que compran es un dato innecesario. Algunos de los que se ven desde la vereda suman siete cifras a su valor. A pasos de allí Philips había preparado la primera subasta post Covid. La sorpresa sería un Patek Philippe Nautilus creado junto a Tiffany’s, un modelo del que fabricó solo 170 piezas en homenaje al que discontinuaría: el 5711.

Preparado martillo en mano estaba la celebridad más reconocible de la sala. Aurel Bacs es el más célebre subastador de relojes. Sus récords son tan estruendosos que es difícil calificar solo al último, aunque siempre es el que derrota al anterior. Sus estrategias nunca se repiten. En esa ocasión en el Midtown neoyorkino arrancó con una base ilusoria que dejó impactada a la audiencia. Con audacia y encanto al más clásico estilo James Bond, llevó a la audiencia a una oferta de 4,9 millones de dólares. Era el momento de los chistes. Cuando balanceaba su martillo, diez minutos más de contienda llevó al récord absoluto por el que se vendió un modelo de este tipo. Más de 100 veces el precio que se podría pagar en un local a la calle: 6,5 millones de dólares, una oferta proveniente de un anónimo coleccionista de Nueva York que prefirió exponer su oferta por teléfono, a través de la voz de un empleado de Philips.

Para mirarlo antes de dormir

El mercado de subastas de relojes de lujo mostró un repunte gigantesco luego de la pandemia. Las fortunas y deseos contenidos de los coleccionistas se salían de la vaina. Las operaciones de Philips bajo el martillo escalaron en 2021 a 209,3 millones de dólares. Christie’s, por su parte, concretó negocios en torno a los relojes de lujo y sus coleccionistas por 205 millones, y Sotheby’s llegó a los 148 millones en el mismo rubro.

Como en el mítico modelo de carteras Birkin para la que se requieren años de fila paciente en la lista de compradores, los especialistas suponen unos 50 años de espera para los modelos lujosos más populares como el mencionado el Patek Philippe Nautilus o el Daytona, el Audemars Piguet Royal Oak o el Vacheron Constantin Overseas. Nadie se puede saltar el orden. Colarse implica tener tarjeta de gran y exclusivo comprador, o ser una celebridad. Para los que no cuajan en ninguna de las dos categorías, solo queda recurrir a la segunda mano o a las subastas. Muy pocos de los compradores logran lucir alguna de sus piezas. Mientras los delitos en torno a los relojes han escalado sobre todo en París y Los Ángeles, los propietarios prefieren no portarlos para evitar riesgos, para no exponer la fortuna que pagaron en una subasta o la “deshonra” de haberlo obtenido en el mercado negro.

El primer reloj que casi todos los expertos coinciden en considerar de colección ha salido del ingenio de Joan Woodward y la muñeca de Paul Newman. Cuando el actor comenzó su carrera automovilística, su esposa le regaló sucesivos relojes, siempre con un grabado con súplicas para que se cuide en las competencias. El primero fue el que se convertiría en eje de la historia. Woodward lo compró en el local de Tiffany’s en Manhattan por 300 dólares, grabado incluido. El modesto Rolex Daytona Cosmograph decía en su reverso: “Conduce con cuidado por mí. Yo”. Cuando el actor posó con él en la tapa de una revista italiana, transformó la marca del reloj. El devenido en Paul Newman Daytona se convirtió en una pieza deseada. Los coleccionistas lo llamaron “el Santo Grial”: fue el origen de toda la industria que llegó después.

Los grandes coleccionistas han sido, históricamente, italianos y norteamericanos. Sin embargo, en la última década, los grandes compradores de China empezaron a codear el tablero hasta instalarse en la cima de las operaciones.

La imagen perfecta del coleccionista contemporáneo se refleja en Patrick Getreide. Nació en París. Tiene 67 años. Se crió en una familia de 6 hermanos con un padre muy enfermo que tuvo que dejar de trabajar cuando Patrick alcanzó los 16. Por entonces, el joven dejó los estudios y se dedicó a ganarse la vida para sostener a su familia sin título universitario. A los 10 se había enamorado de su primer reloj. Vio un Omega en la vidriera de un negocio en Suiza y con el apoyo de su familia ahorró lo suficiente como para comprárselo. Le gustaban los relojes, pero no tanto como hoy, que se ha convertido en propietario de la colección OAK (One of A Kind, único en su clase), integrada por 160 relojes entre modernos y tradicionales, con algunas piezas de ediciones limitadas muy exóticas y la herencia de los cinco Patek Philippe que pertenecieron al célebre Henry Graves Jr., quien fuera el mayor coleccionista de todos los tiempos. Amante especialmente de dicha marca, encargó a Patek Philippe entre 1922 y 1951 más de 30 relojes. Se conoce hoy el destino de 15: la mayoría integran el Museo Patek Philippe de Ginebra. Getreide le dice a LA NACION revista por mail: “Ahora que dejé mis negocios a mi hijo, quiero invertir en que los museos consideren arte a estas piezas y empiecen a exponerlas”.

Ohio fue el origen de la pasión de Michael Hickcox. Con 48 años y viviendo en Londres, donde conduce una empresa de recursos humanos para la industria tecnológica, Expedition Partners, descubrió de adulto que su pasión por los relojes data de su infancia, cuando se escribía largas cartas con su padrino millonario, siempre hablando de relojes. “Con él -relata en exclusiva- revisaba los catálogos que le mandaban periódicamente”. Fue él, precisamente, excéntrico y millonario, el que le dio a Michael el primer reloj de su colección: un Patek Philippe Calatrava para su graduación universitaria. La pieza siguiente fue un Rolex. Desde entonces nada volvió a ser igual. Sus gustos van desde modelos independientes como Philippe Dufour, Kari Voutilainen y F.P. Journe hasta IWC. Posee más de 200 relojes. Se ha convertido en el paladín de los relojeros. “Amo su trabajo -explica-, me agrada conocerlos personalmente, que me cuenten el proceso y los desafíos. Y, claro, luego tener ese reloj que vi nacer en mi muñeca”. Para Hickcox la trama del lujo se centra en ese proceso: “Una pieza minúscula pulida a mano es el punto perfecto de combinación entre arte y joya”.

El reloj preferido de este coleccionista es obra de quien se ha convertido en furor, pero hasta hace poco era apenas un creador de repuestos. El modelo Simplicidad fabricado en 2002 por Philippe Dufour está en el atril de sus preferencias. Dufour permaneció por años en total aislamiento haciendo lo que amaba solo por eso, y piezas de reemplazo para vivir. Cuando Hickcox compró su obra pagó 50.000 dólares. Esa misma pieza vale diez veces más hoy.

El mercado tradicional se encuentra en una esquina. Para James Marks, responsable de las subastas de relojes en la casa Phillips de Londres, “la pasión por los relojes se ha convertido en negocio. Las nuevas generaciones se sumergen en la diversidad de la cantidad. Hay mucho, accesible por Internet. Antes el coleccionista amaba tocar las piezas, encontrarse con sus colegas en los trasfondos de los talleres, valoraba la creación de la pieza. Eso está cambiando en pos de una exhibición más explícita apuntalada por las redes sociales”.

Como a casi todos los coleccionistas, el afán lo encontró de niño. Ahmed Rahman, de 39 años, tuvo su primer reloj como regalo de cumpleaños de sus padres. Era un Swatch. Fue el que usó durante su adolescencia. Para su graduación universitaria, el hoy director gerente de Bangladesh Import Export, pidió un Omega Seamaster 300M Quartz Professional. Lo descubrió en la primera película de James Bond que vio en el cine. Lo portaba Pierce Brosnan en GoldenEye (1995). Es de los coleccionistas que compra para usar. “Uno de mis mantras -indica- es usar mis relojes. No me gusta guardarlos. Quiero verlos, dar la hora a quien me lo pida y, si puedo, contarle la historia de la pieza que tengo puesta”. Es él quien considera a Dufour el Yoda de la relojería. “Puede tomarse un año para hacer un reloj -afirma-, tiene una mirada anticuada de la relojería. No es posible no valorar eso cuando elegís un reloj”.

La palabra de coleccionista en el mundo de los relojes se la lleva Gary Getz. Director emérito de las firma de consultoría de innovación y estrategia empresarial Strategos, es además escritor de obras de negocios y es miembro del jurado del Grand Prix d’Horlogerie de Genève. “Aunque soy un entusiasta de todas las piezas hechas con respeto por el diseño y la maquinaria, mi actualidad me encuentra del lado de los artesanos”, señala. Entre sus preferidos se encuentra Stephen Forsey, quien se define como relojero. Originario del Reino Unido, estudió en Wostep, en Neuchâtel, el Programa de Capacitación y Educación de Relojeros de Suiza, trabajó en Asprey’s en Londres y luego en Renaud & Papi en Le Locle, antes de desarrollar la marca que lleva su nombre. Comenzó como restaurador de piezas antiguas y, más tarde en su carrera escuchó muchas veces que no quedaba nada que inventar en la mecánica de la relojería. “Siendo bastante terco y contrario a la creencia común -explica por mail-, estaba convencido de que podíamos ir más allá a través de la investigación y el desarrollo con el objetivo de aumentar el rendimiento”.

Getz inició su célebre fama como coleccionista con un reloj sin ningún valor: el de bolsillo de su abuelo que aún conserva. “Tenía 10 años cuando mi padre me compró un Timex Marlin. Cuando me pude comprar mi primer reloj adquirí un cronómetro Bucherer con esfera azul que aún conservo”, rememora. Luego llegaron tiempos de escasez monetaria, y recién para la década del 90 inició formalmente su colección. Pero su afán más intenso emergió con el comienzo del siglo y los relojeros independientes. Con un intercambio voraz en los foros PuristS y TimeZone, creó su porfolio de hoy y su fuerte experiencia.

Más allá de las grandes marcas tradicionales, los coleccionistas invierten en algo más que tener la figurita para el álbum. Encargan piezas personalizadas, asisten a eventos exclusivos, formalizan encuentros con los maestros relojeros, incentivan el intercambio de saberes y construyen, tal mecenas, la vida de los artesanos devenidos en Patek Philippe posmodernos. Nombres como Voutilainen, Halter, Journe, Forsey, Gauthier, Ballouard, Speake, Asaoka, los Grönefelds y los Habrings; o la nueva generación de jóvenes creadores como Rexhep Rexhepi, Gael Petermann y Florian Bedat, Luca Soprana y Raul Pages que han emergido del océano relojero renovando los bríos de una industria renovada. Todos nombres tras relojes de los que se fabrican muy pocos, altamente artesanales, pero desbordados por demandas que exigen cerrar las listas de espera y elevar los precios.

El dilema sigue estando en cómo entrar a ese pináculo de la fama. No siempre la solución viene de cuánto dinero se tiene, sino más bien de a quien se conoce.

Más allá de los vaivenes económicos, el mercado argentino siempre se encuentra en movimiento. Según Martín De Leuww, CEO de la joyería Simonetta Orsini, el cliente nacional es “apasionado por la mecánica y las piezas de excepción. Sabe sobre buenas inversiones. Elige con experiencia qué pieza va a comprar, la reserva y la espera por mucho tiempo. Prefiere las marcas de mecánica excepcional, no de moda”.

Los sellos que lucen en las muñecas argentinas provienen de Greubel Forsey, Omega, Richard Mille, Patek Philippe, FP. Journe, o Audemars Piguet, Jaeger LeCoultre, IWC y Vacheron Constantin. Los más buscados localmente son piezas únicas o ediciones limitadas. Piezas antiguas, raras discontinuadas o relojes de Cartier o Panerai.

La dinámica de compra es personal. “Debemos conocer lo que le gusta al cliente y adelantarnos -afirma el joyero-. Las exhibiciones privadas son una forma de mostrar las novedades, desde encuentros de capacidad limitada, pero más abierta con 200 personas, a cenas ultra refinadas sólo para cinco clientes”.

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